martes, 7 de febrero de 2017

Los dogmas



La verdad absoluta en la iglesia romana generalmente es un embuste revelado por las conveniencias del Vaticano, para cautivar a los incautos y costear las obras religiosas y las otras. Si la carne, el mundo y la envolvente religiosidad popular no se abroncan, la iglesia acoge el dogma con tacto y cautela. Advirtamos que la santidad fehaciente deporta en cohetes al pueblo de María. La laceración del evangelio puro y sencillo ha sido un proceso intelectual cachazudo y formal, con muy pocas impremeditaciones. Con los diestros ríos de agua turbia no fenecen. El laxo camaleón no da pasos en falso. La cancamusa enaltecida les da continuidad e impulso. Con la prédica de los trasquilados rejuvenecen y vuelan, con la sensación de que recobran tierras ajenas. Aunque les duela la hernia o les dé un síncope, la Escritura es infalible, normativa y final. Todo, absolutamente todo quedó anotado aquí. Ningún propósito se quedó en la pluma, en el aire. El dogma encasquetó los desintereses de la Tradición. Con las directrices del evangelio primario sin aditivos son unos andrajosos, incluseros y disonantes. Este hábito hace, deshace y complace al monje. La descomposición sazonada de la nueva alianza es una evolución aleccionada imparable y simétrica. El izado dogma de fe es el instrumento felón de las maniobras purpuradas y sus carlancas. La altivez romana se escandaliza una y otra vez con el memorión del Espíritu Santo que registró en la Sagrada Escritura todo, todo, todo, todo.

Proverbios 30:6; Apocalipsis 22:18-19; Romanos 15:4


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De “Las sotanas de Satán”.

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