domingo, 5 de febrero de 2017

El matrimonio que el vicario anhela



Es indisoluble y perpetuo: atestiguas la indisoluble y perpetua dilección por el Padre. Te conmina a esa fidelidad conyugal inviolable que los esposos bien bautizados aplauden a rabiar. Se escabullen del adulterio sin trastrabillar. Y como te darás cuenta, y ya nadie lo refuta, la ceremonia del matrimonio es la zancada invicta que da gracia y albúminas a los contrayentes marianos, que tan bien sobrellevan su férrea relación en el Señor, a través de los fragosos quinquenios. Practicar tae kwon do o boxeo con la amada esposa, es repudiado terminantemente por el monseñor. El bombardeo de aletazos, puntapiés y palabrotas, axiomáticamente damnifican la santidad ritual del dúo involucrado en los bretes y egotismos del altar. El abandono, los cuernos, los rempujones, los aruñazos, las farras, el patear las puertas y los botellazos, son una ofensa irrecusable al incontrovertible enlace. El Pan eucarístico satura de ternura y aguante a los dos. Nadie cuestionaría al casorio y sus dispares prebendas. Del vodevil, el cura es la estampilla de la caución. El matrimonio asegura un amor a prueba de tiros. Las excepciones a esta preciosidad marital son muy raras. Las bodas de oro te aíslan de la excomunión y de la dicha. El sacramento es la desazón de los creyentes no católicos.

1 Pedro 3:1-7; Proverbios 31:10

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De “Las sotanas de Satán”.

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