domingo, 5 de febrero de 2017

El ministerio que me ajusticia


I

En un momento de profundas disecciones e iluminado por los cantos de sirena y el burbujeo, resolví con entereza ser sacerdote. Me avalaban los membrudos genes romanos de mis parientes y de los munícipes. Desde lejos y sin binoculares la causa se veía perínclita. Estoy urgido en la fétida sombra de un árbol infecundo, latoso y consagrado a atascar el sol. Mi falta de frutos del reino de los cielos en los corazones corroídos es sobresaliente y cualquier jaleo menor agota mi inerme paciencia ¿Soy párroco por el llamado de mí mismo? ¿cuál es la culpa de los que me engatusaron? ¿cuánta ponzoña hay en los que me punzaron? El voto de pobreza no es el cuño del señorío eclesiástico, es el de los pelos de la cola, de los zoquetes. Me someto al papa, no al evangelio puro y simple. Las desgarradoras lágrimas de mis testículos reprimidos objetan la brutal castidad perpetua, con un plante. Los acreditados siervos de Dios se pasean con su esposa poseyendo calidad moral para predicar de la familia. Las escurriduras de mi sufriente conciencia no califican de santo a este mundo mío, insípido y burdo. En mi rebaño los fieles no testifican con sus vidas lo formidable que es guardar los mandamientos y presentarle a Jesucristo a los destartalados. El que no es un mundano es un bicho raro. Con el paganismo pulido vagan extáticos y altaneros. Con la impostura, la jarana y la incontinencia, no se alborotan ni en el miércoles de ceniza. No traigo almas reformadas a los pies del Salvador dispuestas a ser modeladoras de la fe. Un pentecostés con lenguas extrañas, sanidades y liberación de demonios, generaría la apertura de un libro de quejas, condolencias, escarnios, dicterios y coceaduras. Al engañarme a sabiendas soy un trapisondista, un cuentero con valor agregado y espaldas anchas.

II

Soltero me ordené,
soltero me desordené.

Me apegué a la fe,
la fe se despegó de mí.

Corrí tras la castidad,
me aburrí de correr.

Los pensamientos sexuales me apalean,
intenté mantener la compostura.

El celibato los demuele a todos.
Algunos sobreviven, acompañados.


Jeremías 50:6; Ezequiel 13:3

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