domingo, 5 de febrero de 2017

El último día de mi vida


Me quedan un par de horas de vida, el final se acerca, lo presiento. No telefoneen al sacerdote aún. Retiren mis oscuros pensamientos de la sala. Que mis inenarrables impresiones salgan por la ventana y lancen por la chimenea toda obscenidad y tacañería. El amuleto de la suerte es de mi hijo, el cenicero de mi sobrino, los licores de mi hermano, el billete de la lotería es del diácono y mi sombrero de apostador se va conmigo. Obsequien mis blasfemias a los rockeros, mis vicios a las nuevas generaciones y mis incredulidades entiérrenlas en el jardín. Que mis mentiras abandonen la casa en fila india. Devuelvan esa novela de homicidios y sexo que me prestaron con llaneza hace catorce años. Quemen esas revistas de farándula y chismes. Destrúyanme esas canciones tan mundanas y desviadas. Escondan mi tozudez con un manto blanco ungido y que mi ateísmo práctico se lo lleve un portaavión. Laven mis manos, lengua, pies, orejas, ojos y nariz, con bicarbonato, jabón, desengrasante, diluyente y detergente industrial, usando una escobilla de acero. Nunca lavé mi interior, mas quiero santificar mi ser en estos últimos aleteos, preparando mi casa como corresponde, y agradar a Dios con adornos. Consíganse todos los santos y vírgenes del vecindario. Aspiraba a ser un beato de fuste en mis segundos postreros. Lo planifiqué con amor al Señor desde adolescente. Desde mi Confirmación en la catedral sólo he pensado en la astuta forma de no irme a la leprosería eterna. Disparen por la puerta trasera mis insolencias. Pídanle al vecino su Biblia y léanme el avemaría con convicción. Peguen un padrenuestro en cada ladrillo de la casa y organicen una vigilia masiva con mística y ceremonias. Que las mujeres se vistan de primera comunión sin minifaldas y que los varones se vengan cada uno con una vela de misa y un crucifijo de cardenal. Traigan la alfombra carmesí que me acarreará al otro mundo. Que una escolta de ángeles selectos me acompañe con regocijo al umbral de mi gloria infinita. Comuníquense con el taxidermista. Me quedan pocos minutos de vida, lo presiento. Que el cura traiga el pesado Cristo del monasterio, la Virgen del cerro y un camión de hostias y estolas con dedicatoria para todos los invitados y fisgones. No correré riesgos en mi recta final. Que el alcalde se vista de arzobispo, el arzobispo de papa y que todos entren de rodillas al lecho de mi muerte y dicha duradera, implorando. Froten pañuelos blancos y alaben a María, a los santos, a los beatos, al Pontífice y al monaguillo, por si acaso. Que nadie deje de persignarse con los ojos apretados. Los que sepan llorar comiencen a la cuenta de tres. Me queda un minuto y el gran final llegó. Señor, te pido perdón por esos agradables pecados que nunca quise abandonar, ni en broma. Señor, tú sabes que si volviera a ser joven haría exactamente lo mismo, pero ahora con una medalla de la Virgen de Luján en el cuello y yendo a misa cada veintinueve de febrero, autosugestionado. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Que el párroco realice su motorizado trabajo. ¡¡¡Veo un gran portal que se abre para recibirme!!! Los porteros rojos se burlan y se desternillan como idos. El sacerdote trata de tranquilizarme diciéndome que en el impalpable purgatorio ningún bautizado es rechazado. El papa le tiene a Dios una normativa bien precisa en esto y Jehová nunca ha sido rebelde con el Romano Pontífice. De todas formas hay sensaciones sospechosas. Mi conciencia tiembla de pánico y cree saber por qué. Bajo mis párpados para no subirlos más. Mi alma transita por un túnel y amariza en un gigante océano de fuego y azufre, en donde se apretan como en una lata de sardinas. El crujir de dientes es tétrico y espeluznante. El horripilante lamento es continuo e insoportable. Un arrepentimiento desgarrador ya no me sirve de nada, querer predicar fuerte en las calles el evangelio tampoco. Es tarde para pedir clemencia y convertirme a Jesús. Un ángel escarlata y dicharachero me da la bienvenida y me ordena que no silbe nunca más el himno de la alegría. A Jesucristo no le veré, no lo distingo, no le seguí jamás ¿Qué rito me faltó? ¿qué procedimiento olvidé? ¿Por qué me mintieron toda la vida? ¿para mantener el poder y la chequera del más allá? ¿Por qué estos infelices siguen poblando el infierno? ¿Quién es el responsable de este caluroso hacinamiento? ¿Por qué se esmeran en clausurar el reino de los cielos? ¿Dónde están los desgraciados e hijos de perra que me ofrecieron un chalet en el paraíso?

Mateo 7:21-23; Gálatas 5:16-21


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