lunes, 6 de febrero de 2017

Contemplando a la mujer ajena


La infidelidad conyugal es un pecado mortal. Y si el católico goza como delfín en el agua el adulterio, de todas maneras continúa siendo un pecado fatídico. No se complace con la misa dominical como con los lengüetazos a los glúteos foráneos. A la seducida, la espera con gula y desenvuelto, por lo menos al principio del amorío. Las eyaculaciones son con furia y en hilera, asumiendo los costos de cada afrentoso coito. La monomanía de estos terminada la Eucaristía, es masticar y digerir cada vez con más avidez las manzanas prohibidas, sin frenarse, ni para el cepillado de su movediza dentadura. Si bien la comunión aquietaría el deseo por media hora, el manzano se queda vacío y con terciana al apreciar el fruto de tanta lujuria fanática pechoña contenida. El encornudamiento es una falta fatal. El bautizado cree que es un agasajo del más allá y se ríe desde ya con su próxima contorsión erótica. El catequizado es un hombre de familia y peregrino compulsivo de la Virgen de Guadalupe, a la que le ruega que no se le olvide meterlo al purgatorio por la ventana del excusado. Si usted al feligrés lo amenaza con las brasas, tampoco suelta esa minifalda que tiene tan bien agarrada con sus manos, molares y flujo sanguíneo. En su incontinencia, el hijo de María es insobornable.

Éxodo 20:14; Gálatas 5:16-17; Romanos 7:21


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De “Las sotanas de Satán”.

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