domingo, 5 de febrero de 2017

Mi milésima primera comunión


Peinado con gomina, zapatos lustrados, serio como candidato a cardenal, perfumado, formado con solemnidad, un crucifijo de regalo, saco y calcetines nuevos, alas planchadas y un santito atemperado por cincuenta minutos. Así fue mi primera comunión con el Jesús papal. Los inviernos guasones y calamitosos siguen pasando y a mi implacable espejo retrovisor le asevero: la carnalidad y la insolidaridad me consumen, las bajas pasiones son mi gurú, la oblea no da ningún resultado y el bálsamo del vino tinto es baladí. Con cada misa mi sed interior se agiganta. La soledad se amarró a mi cerviz, a mi porvenir y a las multifacéticas y policromas suciedades que embanderan mi alma sacralizada. En ciertas quimeras creo divisar a Dios. Antipáticos me certifican con el abdomen en el suelo que lo tienen adentro, no en la periferia o en el tabernáculo, sino bien adentro y en calidad de monarca.

Después:
de mi milésima comunión con las botas puestas;
de mi Confirmación, por el oblicuo obispo;
de la corroboración académica de mi Confirmación
por parte de la conferencia episcopal y el camarlengo;
de mis confesiones y berreos con un marcador de millas;
de la visita del Romano Pontífice a mi diván;
de vigilar y aullar con fe, en la catedral metropolitana;
de rezar, declamar, dibujar y actuar derretido
el padrenuestro, el avemaría y los villancicos;
del retiro de un mes de corrido en el claustro,
enlazado a la imponente imagen de la virgen María;
de hacer el papel de Jesús en una obra de teatro;
de apostar una estatua de tamaño natural
de toda la Sagrada Familia en el peristilo de mi vivienda;
de esas abnegadas cuaresmas que me pusieron anoréxico;
de digerirme el rosario vísperas enteras sin bostezar;
de lanzarme desnudo a la zarzamora como mortificación;
de apegarme con una carpa al templo en el mes de María;
de mamarme el ángelus y la salve con radiactividad;
de una semana santa con las liturgias como oxígeno;
de comprarme una mitra papal para rezar más profundo;
de ser el taquimecanógrafo ambidextro del párroco y
de bucear en agua bendita con una aureola de platino,

mi alma continúa triste, irredenta y apernada al mundo, con un mejor colorete o una sonrisa más labrada, con el catecismo romano de terapeuta posgraduado. Soy el mismo de ayer, peor que el de antes de ayer, superior al de mañana y al de pasado mañana y muy superior al de fin de mes. El sacramento más que un signo es una lluvia de roñas sobre el alma. No estoy vacunado contra las tinieblas y lo sé. Las transgresiones siempre me están ratificando que estoy cuesta abajo en el aluvión. A veces me desconozco porque me estoy conociendo. Estoy despeinado y con una lupa mis alas no se ven. Sí soy el centelleante propietario de un acopio de desdichas y cachiporrazos noqueadores. La crisis interior me extiende sus manos con las uñas afiladas y con unos bototos con punta. El pecado es mi zar y el demonio nos denigra. La misa es un pan sin harina que no calcifica: nunca lo hace, nunca lo hizo, nunca lo hará ¿Quién me constriñe a creerme esta comedia estirada? ¿Cuán protervo es engañarse tanto y por tanto tiempo con mis mostachos yacidos en el fango? Mi alma socavada sigue pálida y estacionaria. No hay ninguna novedad acá adentro. Restaura el alma por la fe en Cristo Jesús. La Eucaristía es el amor secreto de la infidelidad y el año litúrgico y la atrición son sus sostenes. Evangelizar también es desritualizar, desprotocolizar.

1 Corintios 11:27-29; Romanos 1:28; Mateo 3:11-12


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De “Las sotanas de Satán”.

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